En un rincón del bullicioso café
un anciano se inclina sobre la mesa,
leyendo un periódico, acompañado por su soledá. Y en el ocaso de su triste senectud
piensa qué poco disfrutó en los años
en que tenía la fuerza y el verbo y la belleza.
Sabe que está muy viejo, y lo siente, y lo ve. Y, sin embargo, le parece que su juventud hubiera sido ayer. ¡Cómo pasa el tiempo! Y piensa en cómo lo embaucó la prudencia, cómo siempre se fió –¡qué locura!– cuando la embustera le decía: «Mañana. Tienes tiempo».
Recuerda los impulsos que contuvo y a cuántas delicias renunció. Ocasiones perdidas de las que se burla ahora su prudencia insensata.
Y a fuerza de rumiar pensamientos y recuerdos, el vértigo lo invade. Y se duerme inclinado sobre la mesa del café.
Sabe que está muy viejo, y lo siente, y lo ve. Y, sin embargo, le parece que su juventud hubiera sido ayer. ¡Cómo pasa el tiempo! Y piensa en cómo lo embaucó la prudencia, cómo siempre se fió –¡qué locura!– cuando la embustera le decía: «Mañana. Tienes tiempo».
Recuerda los impulsos que contuvo y a cuántas delicias renunció. Ocasiones perdidas de las que se burla ahora su prudencia insensata.
Y a fuerza de rumiar pensamientos y recuerdos, el vértigo lo invade. Y se duerme inclinado sobre la mesa del café.
Constantino Kavafis (1897)
Por Montxi
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